Son las 10h00. En el pabellón infanto juvenil del hospital psiquiátrico, una niña que aparenta unos diez años grita y llora desesperada desde una cama de la habitación de mujeres. Dos estudiantes que realizan prácticas en el lugar se acercan a la cama y encuentran a la niña atada de pies y manos con retazos de tela.
Tratan de tranquilizarla. El infructuoso intento deja a los estudiantes con una sensación de impotencia que toma matices de morbo. De pronto, una enfermera del lugar se acerca, y sin que se le pida explicación alguna, se dirige a los estudiantes diciendo: “lo que pasa ES QUE…”
“ES QUE”, en nuestros tiempos, es un anuncio de que las cosas no pueden terminar bien. En efecto, la enfermera brinda una fresca explicación: “es que ella se sale del pabellón, se va a pedir plata por el hospital y luego con eso se compra golosinas, y por eso no almuerza. Entonces, para evitar que eso pase, la amarramos hasta la hora del almuerzo”.
Exceso de realidad para los bien intencionados estudiantes o no, ambos se descubren comprendiendo las razones de la enfermera, cuando piensan en las voces cantantes de su país, de su ciudad. Es que en tv un señor dijo que si la constitución se aprueba los “miserables” homosexuales van a adoptar niños. Es que en el sermón del domingo el curita dijo que vote por el no. Es que en el malecón se reserva el derecho de admisión para que no vaya a entrar esa gente que da miedo, o que toca guitarra, o que se quiere mucho.
Para colmo, por ahí anda un psiquiatra tratando de diagnosticar al presidente de manera pública, sin jamás haber tenido una entrevista con él, incurriendo en dos o tres atentados a la ética profesional. No es casual que el pabellón del psiquiátrico del que inicialmente hablé, lleve su nombre.
Las imposiciones culturales, usualmente implementadas en muchos niveles y desde varias instituciones (iglesia, municipio, estado, corporaciones, unidades educativas, etc.), irrumpen en la vida de los ciudadanos de manera aparentemente arbitraria; la verdad es que responden a una lógica utilitarista cuyo fin jamás ha sido crear ciudadanía, sino lo contrario: promover la obediencia ciega.
El problema central es el miedo. Por el lado del poder establecido, resulta aterradora la idea de que los sujetos tomen conciencia de su papel en el lugar que habitan y se atrevan a producir reflexiones propias respecto a la realidad que los rodea; por el lado de los habitantes, lo paralizante es que ante el hipotético desembarazo del discurso de los amos (religiosos, políticos, ideológicos), la idea de ser responsables de sus propios destinos por primera vez, resulta angustiante.