martes, 30 de diciembre de 2008

Esperanzas

Dedicado a mis estudiantes, que tan fervientemente me impiden ser un total pesimista.

Recuerdo que cuando era un niño, en estas fechas era sencillo sentir y dejarme llevar por esa ambigua sensación de cordialidad generalizada a la que cariñosamente llamamos “espíritu navideño”. Con el paso de los años, la pérdida de la fe en los seres humanos, el incremento de las responsabilidades y la simple inmersión en el aparato laboral, hicieron que ese espíritu se transforme en un impulso consumista abrasador. Atrás quedan las muestras de buena voluntad en las calles: nadie te sonríe cuando conduces un auto en medio de un caótico y eterno embotellamiento.

Las conocidas cenas navideñas con amigos, compañeros y colegas, también sufren una triste transfiguración. Conforme los años pasan, el menú de la noche se constituye como lo más importante en esas festivas circunstancias, en detrimento del valor que pueda tener el grato reencuentro con viejos rostros difíciles de olvidar.  

¿Qué queda de la navidad, después de tantas tergiversaciones producidas en el calor del consumismo, la conveniencia y el antojo personal? ¿No es este tipo de situaciones la muestra fehaciente de que la llamada buena voluntad de los seres humanos, es un mito que contamos a los niños para mantener su nata perversidad a raya, al menos por unos años? ¿No es el egoísmo el gran ganador en medio de toda esta pantomima navideña, marcada por la deshumanización de los individuos inmersos en el discurso del mercado?

Un polémico y brillante psicoanalista francés dijo alguna vez que lo peor que una persona puede hacer, es tener esperanzas… aunque es la única forma de soportar la existencia. Es un consejo sabio y doloroso, que contradice el espíritu de estas fechas, pero parece ajustarse más a la realidad.

Podríamos pensar que las festividades de Navidad y Año Nuevo traen consigo la oportunidad de llenarnos de (falsas) esperanzas, que nos permitan continuar nuestras existencias de una manera transparente. Haríamos mal en creernos el cuento de que todo es posible, de que todo será mejor el año siguiente, producto de la magia o de la intervención divina. Tendríamos que saber que las cosas llegarán a tener la forma que nosotros les demos. Para este ejercicio, podría ser de utilidad reflexionar sobre aquellos hechos gratos e inesperados que suceden sin mayores aspavientos.

En mi caso, durante las cenas de fin de año, apostaré por la compañía, no por el menú. El espíritu de buena voluntad generalizado es caso perdido, pero no olvido que he conocido, eso sí, unos pocos sujetos de buenísima voluntad. Una fugaz estancia en aulas de clase me permitió saber de la existencia de jóvenes apasionados por la vida, de brillante capacidad intelectual y con una irrefrenable tendencia a seguir ciertos senderos de integridad y de responsabilidad subjetiva y social. Ellos me han enseñado que no todos los integrantes de las nuevas generaciones están contaminados por la apatía, la desidia, la corrupción y la conveniencia, tan propias de nuestra educación universitaria.

Todo esto me lleva a guardar ciertas inevitables esperanzas. Solo espero que sean suficientes.

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