domingo, 5 de abril de 2009
Lovecraft y Cronenberg: dos dimensiones del terror sobre el cuerpo.
Pequeños rufianes
El suceso tiene un toque “vendedor”, piensan los directores de noticias. ¿Por qué resulta llamativo? El hecho de que el imaginario urbano se vea terriblemente golpeado por la presentación pública de un grupo de jóvenes de clase alta que fueron hallados robando, debería encender luces de alarma sobre nuestros prejuicios.
A menudo damos por hecho cosas que suponemos son lógicas, cuando simplemente se sostienen en creencias. Éstas, por definición, no son racionales. La perspectiva porteña de la delincuencia responde a esta falsa dialéctica y de ahí parten una serie de conceptos deformes que impiden un real tratamiento del problema de la inseguridad. Esto quiere decir que, sosteniendo los arcaicos ideales y prejuicios propios del guayaco, hacer que los habitantes porteños comprendamos la verdadera lógica del auge delictivo, resulta tan complicado como enseñarle física nuclear a un perro.
Creemos, por ejemplo, que debe resultarnos sorprendente ver que personas de clase alta, educados en instituciones -cuestionablemente- prestigiosas y sin ninguna necesidad básica insatisfecha, se dediquen al robo de domicilios de personas que fácilmente podrían formar parte de su círculo social. Habría que preguntarse por qué esto debería resultarnos tan sorprendente. Podríamos terminar descubriendo que aquel asombro tiene tan poco sentido, como aquel ridículo pensamiento de que un buen candidato presidencial es aquel que tiene muchos millones en su cuenta bancaria y, por lo tanto, ya no tendría motivo alguno para robarse el tan conocido y manoseado “dinero de los pobres”. Bajo esta premisa, el más grande explotador y evasor de impuestos de nuestro país estuvo cerca de alcanzar la presidencia en varias ocasiones.
Nunca he conocido a alguien que tenga suficiente. Tal vez es parte de la naturaleza humana ambicionar, desear siempre más de lo que se tiene. Lo que en realidad nos debería sorprender del caso de la banda de pelucones, es que los susodichos niños de clase alta hayan sido capturados y procesados. Seamos honestos y reconozcamos que no es normal que gente pudiente termine tras las rejas. ¿Falta de contactos? Es posible. ¿Honestidad de parte de los policías y jueces implicados? Poco probable, pero puede ser.
En todo caso, ahí estaban los muchachos, graduados en colegios carísimos y, por lo tanto de gran calidad (he aquí otro prejuicio guayaco). Ahí estuvo también su abogado, apelando a la enfermedad mental como estrategia para salvar a sus clientes. También hubo psicólogos y psiquiatras en venta, dispuestos a dar por firmada la inestabilidad emocional y consecuente inocencia de los jóvenes pre-convictos.
La excusa de la enfermedad mental no funcionó en este caso, a diferencia de lo que normalmente ocurre en países desarrollados. Recordemos a Lorena Bobbit, la ecuatoriana más célebre de los años 90, conocida por haber sido declarada inocente en el juicio que se llevó en su contra tras la creatividad mostrada en el castigo a su abusador esposo: en esa ocasión, pese a que Lorena cortó el miembro de su marido mientras dormía, lanzándolo posteriormente bajo un puente, la oriunda de Bucay consiguió que su excelente staff de abogados, en complicidad con la opinión pública, consiguieran que el jurado considerase que sufrió un episodio de “locura temporal”, por lo cual quedaba totalmente exonerada de toda responsabilidad sobre sus actos.
¿Acaso la defensa planteada por el abogado de los delincuentes pelucones fracasó por lo retrógrado del pensamiento local sobre la importancia del tema psicológico, y no por lo ridículo que resulta suponer que el comportamiento antisocial tiene una excusa psicológica que demanda una exoneración de culpas? ¿Es factible que un sistema judicial permita la sola posibilidad de que personas de clase alta o de raza blanca que delinquen puedan ser deslindadas de responsabilidad por la vía de la valoración psicológica, mientras que los negros de clase baja son valorados siempre como culpables a menos que se demuestre lo contrario?
Sáquense eso de la cabeza. Los individuos que más les han robado en su vida, tienden a ser blancos, viven en ciudadelas exclusivas, son entrevistados en los noticieros y jamás se encontrarán con ellos en una buseta. No se sorprendan si mañana, producto de la curiosidad, esos habituales delincuentes de escritorio dejan sus despachos, donde hacen el trabajo sucio vía blackberry, prefieran empuñar un arma y apuntarles a la cabeza, solo para saber qué se siente. No hay drama. Es lo mismo de siempre pero en otra modalidad.
sábado, 4 de abril de 2009
Analgésica Posmodernidad
Una estudiante de colegio reflexionaba en clase. No comprendía por qué su profesor trataba de mostrarle la importancia de conocer si la esencia de un objeto está en su nombre, en sus características físicas, en el concepto en sí, o en algún otro lugar.
No es sencillo para un adolescente reconocer la importancia que esto tiene para su vida. Para empezar, nadie le enseñó jamás que el hecho de que alguien se haya preguntado eso hace algunos cientos de años, permitió que se eduque, que pueda leer, que tenga acceso a internet, celular, iPod, electricidad, música de cualquier parte del mundo y libertad de credo.
Por otro lado, no podemos culpar del todo a los adolescentes. Pasamos todo el tiempo publicitándoles una vida feliz y sin complicaciones, por lo que no resulta muy coherente con el discurso de la época, andar por ahí preocupándolos por la importancia de saber dónde está la esencia de una silla, de un gato o de un ser humano.
El gran proyecto de la época actual es evitar a toda costa los eventos o situaciones traumáticas, y de no lograrlo, se proponen mil soluciones que dejarán las cosas como si nada hubiera ocurrido. “Con ello se crea gente feliz”, parecen vociferar la caja tonta y las páginas de los diarios. Por ello, es preferible evitar que los ciudadanos se enfrenten a la incómoda tarea de analizar o elaborar críticas.
En este mundo, la crítica es una afrenta personal, una ofensa descarada. La tolerancia hace gala de sus excesos en todo medio de comunicación, donde la única opinión crítica válida es la que sostiene políticamente los argumentos del propietario de la empresa, o la que consigue algo de rating a costa de la privacidad de una que otra “estrella” del cada vez más ridículo jet set local. Fuera de ello, todo evento artístico o intelectual, toda cobertura noticiosa, toda obra municipal o estatal, deben forzosamente estar cubiertas con el velo de lo bonito.
Si alguien critica cualquier detalle de la labor del alcalde de Guayaquil, se convierte en correísta. Si lo criticado es la gestión del presidente Correa, uno se transforma mágicamente en socialcristiano. Así de maniqueístas somos, y ello configura el derrotero de toda intención de producir ciudadanía. Sin la crítica, todo proyecto intelectual, social, artístico o político, se convierte en un proceso de alienación y adoctrinamiento, o en un estéril ejercicio masturbatorio y narcisista condenado a la mediocridad.
Habría que aprender a sospechar de todo aquello que no se critica jamás. Lo único que hace que algo esté exento de opiniones negativas, es la injerencia de intenciones oscuras. La simplificación de las experiencias de vida resulta la más artificial y trágica de las invenciones humanas.
Mientras tanto, esperemos que la adolescente mencionada al inicio, comprenda algún día, que si ya no está condenada a que su única razón para existir sea engendrar la mayor cantidad de críos posible, es porque alguien alguna vez se hizo una pregunta: ¿dónde está la esencia?